Ayer leí esto en "Un cuento perfecto", el último libro de Elisabet Benavent:
El pub estaba hasta los topes. Es una de las pocas cosas que no entiendo de
Madrid. Hacía una noche increíble, ¿qué empujaba a la gente a meterse en un
garito donde no paraban de darte codazos? Y donde hacía calor, porque
ciento veinte almas dentro de un local, bailando, borrachas y, en el noventa
por ciento de los casos, cachondas, generaban calor, mucho calor. Supongo
que la respuesta a esta pregunta es que en Madrid siempre hay gente. En
todos los sitios. En las terrazas; en las callejuelas que serpentean en barrios
como Malasaña, Lavapiés o La Latina; en los bares «de viejos» en los que la
pared está revestida de fotos de platos ya descoloridas por las décadas y
donde aún se aprecia cierto tufillo a tabaco; en las azoteas de los hoteles con
clubs y en los garitos falsamente clandestinos. Es lo que pasa en la capital,
que hay vida en todas partes, hasta cuando quieres estar solo.
Y me di cuenta de que lo que más echo de menos del confinamiento es Madrid, así en general. Los paseos, las terrazas, los bares, los cines y los teatros, los parques, los atardeceres, el ambiente... y sí, la gente, quién me lo iba a decir! Porque por mucho agobio que potencie el ya habitual del día a día, y aunque los escasísimos momentos de calma y soledad sean necesarios, como dije hace unas semanas, de lo primero que haré al salir de casa será echarme a las calles de la ciudad que amo, y disfrutar aún más de esa vida que dábamos por sentado (tanto como para renegar de ella), y que ahora vemos que era un privilegio maravilloso.
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